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viernes, 1 de julio de 2011

Crónica de 5 fantásticos.


CRÓNICA DE CINCO FANTÁSTICOS.


Advertencia: los sucesos narrados a continuación podrían herir la sensibilidad del lector.
Para evitar al máximo este hecho, así como también el dejar en entredicho la honorabilidad de las personas que aquí se retratan, se han modificado u omitido alguno de los nombres de las mismas, además de algunos topónimos de la geografía española, en los cuales los hechos narrados a continuación están inspirados.

Las opiniones vertidas en la presente, no pretenden ofender a los nombres o lugares alusos. Ruego, acepten mis disculpas si ello llegase a suceder.

La historia narrada a continuación está basada en hechos reales.


  • 25 de Junio de 2011. 12:00h del mediodía. Avenida del Cid, Valencia.


Como siempre que hay algo malo a punto de suceder, el día amanece quieto, tranquilo... casi aburrido... perezoso. Como si el día tuviese voluntad propia y no tuviese “ganas” de transcurrir en el tiempo.
Aquel día, a pesar de lo anterior, amanecía en mi vida, bastante prometedor. Prometía ser un día intenso: un encuentro de Capoeira, con cambios de graduaciones, Roda de y con Mestres, reencuentros con hermanos de escuela que pocas veces al año podemos visitar, risas, buena comida... En fin. Un día intenso y prometedor, donde los hubiese.
INTENSO DE COJONES...!!! Para qué engañarles, y PROMETEDOR de un gran un viaje... el viaje...
El Viaje de los Cinco Fantásticos...

Después de desayunar, ducharme, repasar todo, todo, para no olvidar detalle, me dispuse a dejar el hogar.
La aventura comenzaba y el mundo nos esperaba, impaciente por ser descubierto, y por revelar sus secretos y misterios.
Algo me mantenía en leve preocupación porque normalmente, cuando se sale de viaje con gente, suele ocurrir que se tiene un intervalo de tiempo programado para la salida y llegada a destino, y que muchas veces se ve notablemente alterado por factores de muy distinta índole, y que ahora no viene al caso detallar.
No suele ser muy frecuente que algo salga bien, recto y preciso, cuando se viaja con más gente que con uno mismo. Aquel factor ya tenía un poco en jaque a mis nervios, ya que como buen hijo de RENFE que soy, la puntualidad siempre ha sido uno de los valores que se me han incluido desde bebé, mezclándola con el Cola Cao de mis biberones (y sí... me tomaba los biberones con Cola Cao, ¿Qué pasa?).
A pesar de mi inquietud, quise ver lo mejor de lo que aquel día aguardaba por revelarnos, que no era otra cosa que el viaje a Murcia, con motivo del encuentro anual de Capoeira de Aluá, en dicha ciudad.

En fin... Siendo las 12h del mediodía, recogí a mi compañero y amigo Pintor, en el punto de encuentro establecido. No hubo retrasos ni “peros” ni “es que's”. Todo perfecto, como siempre que quedo con él.
Nada más recogerle, fuimos a por el resto de integrantes del viaje: Vasio, que vino por su cuenta desde su pueblo, y Da Vinci y Borracha, que llegaron juntos.

NOTA: todo aquel que lea este relato y no pertenezca al mundo de la Capoeira, y que se esté preguntando qué coño de nombres son esos, les diré como respuesta, que simplemente sigan leyendo, ignorando la incógnita que les invade. La explicación que reclaman sería demasiado compleja, por no decir traumática.

Bien... Completa la tripulación, partimos hacia lo desconocido. La carretera se extendía ante nosotros. Los Cinco Fantásticos: Pintor, Vasio, Da Vinci, Borracha y el que les escribe, Policial, partían hacia la ontananza.
Increíblemente, salimos en el tiempo planificado. Sin retrasos ni esperas. Todo rodado... Inquietantemente rodado.
La primera parada fue nada más salir... Tocaba repostar para así poder hacer el camino de un tirón.
Compramos agua, hicimos pipi, y pusimos gasolina. Como anécdota, cabría hacer mención del hecho de que pagamos 40 € por la gasolina, y el surtidor nos lo habían dejado puesto como para llenar el depósito.
Si ya al pagar, previamente al repostaje, ya me di cuenta del poco iluminado gesto facial de la dependienta. En fin, así va España. Menos mal que uno es honrado.

Una vez repletitos de gasofa, salimos hacia destino.
El viaje de ida se presentaba monótono, al menos en inicio. Carretera de Albacete hacia el interior de Alicante, el paisaje cambiaba paulatinamente, a medida que íbamos devorando kilómetros.
Mis pasajeros y yo hablábamos de cosas vanales. De vez en cuando, alguno de ellos se amodorraba, mientras el resto seguíamos a lo nuestro.
El aire acondicionado no daba a basto para refrescar el habitáculo del coche... El caloruzo que hacía aquel día estaba empezando a hacerse insufrible.
Tal vez, aquel calor traicionero fuese el detonante para que ocurriese lo que a continuación sucedería.

En un momento dado, adelanté a un discreto Wolksvagen Polo azul marino, cuya conductora se entreveía bastante agraciada.
Yo, simplemente la vi de reojo, pero no le di más importancia que la que realmente tenía; es decir, una tía que conduce un coche... Sin más.
Pero debe ser que estaba equivocado, porque uno de mis tripulantes también se fijó en ella, durante el breve lapso que duró el adelantamiento... Aquel tripulante en cuestión (no diré nombres para que luego no se diga) viene sufriendo, desde hace tiempo, una prolongada afección de soltería que más tarde descubrí que ya le empezaba a carcomer las entrañas como si de gangrena se tratase.
Esto lo digo porque durante lo poco que duró la maniobra de adelantamiento, este tripulante en concreto lanzó al aire un comentario que, por cuestiones de decoro, no repetiré. Pero creo que se me entiende perfectamente si digo que no fue precisamente un alarde de elegancia y galantería.
Algo me hizo dilucidar que más bien hablaban sus desbordados huevos, y no propiamente él.
Pobret... Qué mala es la presión intra-huevil.

En mi opinión, la muchacha era más bien normalita, pero claro, donde hay hambre no hay pan duro.
Entonces, este tripulante, y amigo mío, me pidió que redujese el paso, para dejar que ella nos volviese a adelantar, pues el resto de mis pasajeros querían comprobar si realmente era una pava digna de piropear, o no.
Accedí a sus designios, y reduje. Al repetir la maniobra de adelantamiento, pero a la inversa, pudimos ver de nuevo a la muchacha, que en aquellos momentos nos adelantaba.
Yo, me reiteré en mis pensamientos de que era bastante normalita. Pero respecto a mi tripulación, no sé qué debió ocurrir. Si fue el calor, la presión de sus gónadas, o la arrolladora energía de la cual uno está dotado cuando se es joven... o todo junto, a la vez. El caso es que una vez pasó la chica a nuestro lado, esta segunda vez, mi coche se transformó en una caravana de machos en celo, haciendo aspavientos y coreando voces y vítores de lo más soeces... eso sí, con mucha gracia, jajjajjajjajja...
La muchacha dejó medio asomar una sonrisilla que, a pesar de querer aparentar indiferencia, la delataba. Madre mía, si llega a escuchar aquellas palabras.
La verdad es que con el espectáculo que estábamos dando, si no nos llega a ver, hubiese pensado que padecía glaucoma. Porque vamos... Yo me tapaba la cara de vergüenza, mientras con la otra mano cogía el volante.
Pero la cosa no acababa ahí.
Resulta que el coche de la susodicha, a pesar de ser un Polo, era una caraja de maquineta que poco más que rodaba con bielas; hecho que hacía que al alcanzar alguna cuesta o cambio de rasante, tuviese que reducir de marcha para no quedarse a mitad.
Aquel fatídico hecho, hizo que mis 110 Cv de coche, adelantasen de nuevo a la muchacha.
Pfff... Para qué queremos más.
Un nuevo adelantamiento, y la caravana del amor lascivo atacaba de nuevo. Eran incontrolables.
No puedo dar detalles, por si el público que pueda leer esto pueda ser infantil, o susceptible ante las obscenidades... Pero lo que en aquel coche se dijo era para haber colgado 37 rombos en el espejo retrovisor interior.
Ventanillas abiertas, brazos agitándose por fuera, olés y salvas hacia la pava, en fin... Un espectáculo.
Esta secuencia de adelantar y “desadelantar” se repitió unas 4 ó 5 veces, siempre con mismas reacciones, por parte de mis pasajeros.
El espectáculo era dantesco y surrealista.

Pero mis peores temores se vieron confirmados cuando el tripulante que tenía como copiloto (que tampoco diré su nombre, ya que está casado, (jajajjajjaja...)) se propuso hacerle un calvo a la pobre infeliz muchacha, en el siguiente adelantamiento.
Menos mal, que ella debió intuir que algo malo se cernía sobre ella, porque cuando mi copiloto estaba casi situado en posición, listo para cumplir sus amenazas, ella de pronto tomó una circunvalación distinta a la nuestra. Se salvó por los pelos de ver la raja trasera de mi amigo, sonriéndole por la ventanilla con sus prietas nalgas.
Aquella fue la última vez que la vimos. Durante buen trecho del viaje, fue la protagonista en la conversación de mis compañeros de viaje. Sobre todo mi amigo, el de los huevos repletos de amor.

El viaje proseguía sin mayores acontecimientos que el calor, la monotonía, y la estupefacción nuestra por ir comprobando que todo iba transcurriendo según lo planeado... Lo nunca visto. A pesar de la anécdota de la pava, todo normal.

Ohhhh... Dioses del Olimpo... Cruel Fortuna... Qué poco duraría aquello.

Más concretamente, duró hasta que recibimos una llamada. La llamada de Refresco, nuestra Instructora de Capoeira. Con aquella llamada, llegó la fatalidad.

Circulábamos por autovía, y no quedarían muchos kilómetros para alcanzar la provincia de Murcia, cuando recibimos una llamada... Refresco.

No sé por qué, pero es puta casualidad que cuando alguien te llama por teléfono y se trata de algo importante, o de algún apuro, la llamada se entrecorta, o se evapora la cobertura.
Aquella llamada fue una de esas.

A pesar de este hecho, la información que traía la llamada no era precisamente profusa.

Hola... -dijo Refresco.- Antes de llegar a Orihuela, tenéis que saliros de la autovía. Os salís por la salida de antes... Por una que pone “Beni-no-sé-qué”... y seguís recto, y ya...”

Eso fue todo. Nada más.
Con toda aquella vasta e inabarcable información que recibimos, terminamos la conversación.
Nos quedamos con dos palmos de narices. Y lo que a mí se me vino a la mente enseguida fue:

Coño, cómo voy a saber cuál es la salida de antes de Orihuela, sin llegar a Orihuela????”

Total, que como más o menos conozco aquella comarca, por haber pasado otras veces por la misma autovía, pues así, a ojo, tomé la salida que creí conveniente... que resultó ser la de Benferri, nombre que me cuadraba bastante, cuando ella había dicho “Beni-no-sé-qué
Allá que fuimos.

Como eran casi las 14:00h, decidimos entrar en el pueblo para comer. No había prisas. Íbamos bien de tiempo, así que comeríamos a gusto, y volveríamos a contactar con los compañeros que ya estaban allí, para que nos indicaran de una forma algo más detallada.

Bueno... Una vez aparcados, bajamos del coche, y nos encontramos con un pueblo bastante cuco, muy coqueto y apañado... pero desierto. No había ni avispas.
Como no es muy grande, comenzamos a recorrer sus calles en busca de algún barecito o restaurante.
Al cabo de un rato, encontramos uno.
Entramos.
Una vez allí me di cuenta de que poco más que le faltaba por tener las típicas puertas abatibles de los salones del Far West, y un pistolero apoyado en la barra, bebiendo whisky.

Los únicos que había dentro eran una mujer de mediana edad, en la barra, y una abuelita. La estética del antro era de un rustico extremadamente realista. Tan realista, que daba asco de verdad.
Sentados en una de las mesas, un par de hombres menuditos latinos, que me recordaban a dos chamanes aztecas, por la indumentaria que llevaban; estaban picoteando algo con sus cervezas... Con el caloruzo que caía... Buahhh... En fin... Cada uno viste como gusta.

Obviando los detalles, Pintor rompió el hielo.
Se dirigió a la abuela.

Qué tenéis de comer?”

La abuela solo hizo un gesto de negación, como diciendo “nada”. Pero se volvió para mostrarnos lo que tenía tras ella, en una bancada:
Una tortilla de patatas que poco mas que dataría del período Triásico. Por la pinta, más que de patatas, parecía una tortilla de trilobites.
Junto a ella, había otra tortilla, pero el aspecto era el mismo que el de un pudding. Con eso ya lo digo todo. Ni siquiera preguntamos de qué era.
Y al lado había una especie de ensaladilla rusa. Buah... Como para jugársela con la mahonesa.
Así que fuimos a lo seguro... El típico bocadillo de jamón y queso, y au. Eso sí. Tardaron como media hora en servirnos, ya que la buena mujer fue a comprar el pan fuera. Todo un despliegue de logística y abastecimiento tenía aquel bar.
Una Coca Cola para beber... y a comer se ha dicho.
Lo cierto es que al primer sorbo, sentí como si hubiese chupado las rejas de titanio de mi antiguo colegio. Sabía a metal que te cagas.
Pintor miró la caducidad, y caducaban en el 2009...!!!!!!!!!
Flipante.
Sin saberlo, habíamos atravesado un portal espacio tiempo. Un pueblo casi abandonado. Un tugurio hediondo, gente de lo más raro dentro, y unos productos con la trazabilidad y caducidad de hace ni se sabe.
Comimos entre risas, recordando el episodio del Polo y su conductora.
Cuando ya íbamos acabando de comer, fui a desaguar la vejiga, que la tenía ya como un globo sonda.
Ya en el baño, se me cayó todo el artesonado encima, en sentido figurado, claro. Aunque tampoco hubiese sido extraño que sucediese literalmente.
Me quedé absorto cuando me di cuenta de que no había water.
Yo ya sabía que en el interior de Murcia y de Alicante hay una considerable población musulmana, y ya había estado antes en un baño de tipo musulmán.
Pero coño, arregladlo un poquito. No dejéis simplemente un agujero en el suelo, en medio del alicatado.
Vamos, que tuve que mear en lo que parecía una de las Fosas de las Marianas, rezando para que aquello no rebosara como cuando estalló el Krakatoa.
Cuando salí de allí tuve que contarlo a mis tripulantes. Aquello no podía quedar en el secreto. Dos de ellos, también con la vejiga como un balón de playa, fueron a comprobarlo.
Si mi cara fue como las suyas, al salir, desde luego se me debió quedar una cara de panoli, que para qué.
En fin, que una vez meados, llamamos a los nuestros para que nos guiaran más detalladamente. Queríamos salir de allí cuanto antes.
Esta vez la información fue algo más completa pero nada concreta.
Nos pasaron a un chaval que vivía allí, que nos dijo simplemente lo que vagamente recordaba.

Volvéis a Orihuela...

¿Volvéis? Si no habíamos llegado, aún. Habíamos tomado la salida de antes.

... os encontraréis una gasolinera... o un concesionario de Nissan...”

Lo decía como dudando de si una cosa u otra. Vamos es que son cosas tan parecidas...

... y seguís recto... entonces subiréis una “montañica”, y la bajaréis porque se va rápido... y vais por ahí “pegaícos” hasta llegar a Beniel (lugar de destino).”

¿¿Montañica??”,“¿¿Pegaícos??” Si aquella zona era un páramo desierto. Las únicas montañas que se veían quedaban a tomar por el culo de donde estábamos, y distaban mucho de ser “montañicas”.
¿Y eso de “pegaícos”? Es que ni pregunté. Me limité a decir “ok, ok...” Queríamos irnos de allí enseguida. Y aquella conversación ya se estaba tornando verdaderamente esperpéntica, al más puro estilo Valle-Inclán.
Borracha y Da Vinci eran los tripulantes que menos sufrieron, en mi opinión. Creo que mientras yo ardía de furia, ellos se lo pasaban en grande, los cabronazos.
Vasio, aún recobrándose del episodio del Polo, también lo pasaba bomba, el jodío.

Total, que pagamos y nos fuimos. Dejamos atrás Benferri, y partíamos hacia lo desconocido, nunca mejor dicho.

Cogemos carretera (ya comarcal) hacia Orihuela.
Paramos en una gasolinera a preguntar. El señor, nos dio indicaciones como para atravesar el Laberinto del Minotauro de Creta. Pero con tan pocas ganas y desparpajo, que preferimos no insistir en que nos lo aclarase mejor. Además, su gepeto y velocidad verbal delataban que su cociente debía ser el mismo que el de un platelminto. Y qué curioso, que la gasolinera era de la misma cadena que en la que repostamos en Valencia y nos atendió aquella mula parda inepta. No sé... Debe ser que les desgrava tener gente así trabajando para ellos.
En fin...
Pasamos Orihuela, lo atravesamos (que no es pequeño) y lo dejamos atrás, y de las indicaciones que nos habían dado, ni flores.
Ni gasolinera, ni Nissan, ni “montañica”, ni pollas en salmuera. Nada. Total, que infelizmente pensábamos. “En algún momento aparecerán alguna de ellas.” Pero no. Nada.
Yo, que veía las horas pasar, y nosotros por ahí perdidos, y nuestra gente esperándonos... Con lo poquito que me gusta a mí hacer esperar a la gente...
Se me inflaron los vapores, como dice la canción, y comencé a bajar santos de tres en tres. Creo que menté a casi toda la corte celestial, mientras mis tripulantes estaban más moderados y resignados que yo. Supongo que no querrían avivar más las llamas que me brotaban de la boca.

Atravesamos pueblos que no habíamos visto ni oído jamás... La Matanza... Muy pintoresco, jajjajaj... Lo pasamos sin más. A saber que se cuece en un pueblo con ese nombre.

Circulábamos de pueblo en pueblo, y de pedanía en pedanía. Algunas de ellas tenían extrañas costumbres, como por ejemplo adoquinar todo un tramo de carretera comarcal.
¡¡Quién es el Ingeniero hijo de la gran re-puta que se le ocurre adoquinar una carretera, en vez de alquitranarla...!!
A pesar de ir a 40 km/k, el masaje que los adoquines hacían en la suspensión, era de aúpa. Y por ende, mis sienes vibraban, haciendo que mi campo de visión pareciese el mismo que cuando de pequeño jugaba a “Mosca Muda”, jajajjjajaj... Así más o menos, los 5 ó 6 km de tramo, hasta que llegamos al asfalto normal.

Cuando en un momento dado, estamos parados en un semáforo de una de estas pedanías, justamente fuimos a parar detrás de una grúa de MAPFRE, y a Pintor se le ocurrió una buena idea:
preguntar, cosa que rara vez hacemos los hombres.
Pero le dije que se diese brío, no fuese que se pusiera el semáforo en verde y la grúa saliese zumbando.
Pues justo. No lo acababa de decir, cuando ocurrió.
Ahí te ves al pobre Pintor corriendo hacia la grúa, haciendo aspavientos como si quisiese espantar a una bandada de gaviotas, hasta que llegó a la cabina.
Nuestro descojone era mayúsculo.
Cuando volvió al coche reprodujo lo que el gruísta le dijo:

Todo recto.

Definitivamente, la Región de Murcia es la Región de las respuestas e indicaciones breves.

Confiamos en el buen hombre y seguimos “todo recto”, cuando nada más hacer una curva, nos topamos con un STOP, y la carretera que se abría en dos, en forma de “Y”.
O bien nos quiso gastar una broma, o en esa zona, la gente circula por medio de los tomatales.
Fuese una cosa u otra, estuve un rato parado ahí en medio, cagándome en sus tripas, así como en sus siete padres.
Después del desahogo de improperios, y de ver a mis pobres tripulantes flipar ante la sarta de barbaridades que manaban de mi lengua viperina, elegimos ir hacia la izquierda.
Al poquito, nos viene un cochazo negro de frente. Le hice una señal con el brazo para que parase a nuestra altura, y así preguntarles.

Estaba yo tan atacado, que empecé a hablar y preguntar incluso antes de que ellos acabasen de bajar la ventanilla.
Una vez les ametrallé con mis palabras, preguntando si íbamos por buen camino, me di cuenta, amargamente, de que eran “guiris”.

Ejamenahuer, eh peich, grojomenekenerl...” contestaron.

Al menos eso me pareció entender, según mi oxidado “listening”.
No me molesté en subir la ventanilla. Empecé a bramar por mi puta suerte, y cagándome en las cien putas de Nerón (creo que eso sí que lo entendieron), arranqué de nuevo.

Y tal y como comento en el muro de mi Facebook, como si de una profetizada alegoría se tratase, de repente, nos topamos con lo que sería el colofón del viaje:
Un pueblo llamado “El Mojón”.

EL MOJÓN...!!!!!!

Es que no me venía a la cabeza otra cosa, pensando en lo que estaba siendo aquella travesía.
Después de descojonarnos de forma terapéutica, detuve el coche arramblándolo en la cuneta, y ordené a toda mi tripulación, abandonar la “nave”.
Era necesario hacer una foto en el cartel de entrada al pueblo. Nadie nos creería, si no. Y ahí están las imágenes. Para que veáis que estos sucesos son totalmente verídicos.

En fin... Hechas las fotos, proseguimos la odisea.

Estaríamos, más o menos, una media hora más, por ahí pululando.
De pronto vimos un cartel.

BENIEL

Por fin. Lo encontramos...!!!!! El único cartel que encontramos, y que indicaba hacia Beniel. Y prácticamente era el de entrada al pueblo.
Pero ahí no acababa todo. Faltaba encontrar la calle, porque el pedazo de guía que nos detalló el itinerario a seguir, y que hizo que acabáramos dando más vueltas que un garbanzo en la boca de un viejo; nos dijo que bajáramos por el puente que hay a la entrada del pueblo, y que al final de una calle, estaba el bajo donde se celebraría el evento.
Eso sí, nos dio una pista valiosísima, para encontrarlo. Nos dijo:

... está al lado de un semáforo...

Hala... Ves y jódelo. Se quedó más ancho que largo. En fin... Gracias a las maravillosas indicaciones, tan solo recorrimos el pueblo de punta a punta dos veces. No está del todo mal, teniendo en cuenta lo que ya llevábamos pasado.

Por fin, aparcamos el coche. ¡¡Habíamos llegado!!

No obstante, un ramalazo de cólera recorrió mi espinazo cuando pude ver, a penas a 100 metros, una estación de ferrocarril.
Mi subconsciente decidió que para la próxima vez, vendría en tren... aunque el viaje lo tuviese que hacer solo.

A la que llegamos, entramos. A mi izquierda me encuentro (de gente conocida) a Safira y Frodo, jugando feliz y despreocupadamente al ping pong.
Allá al fondo, dispuestos en círculo, como adorando el fuego, estaban sentados los distintos Mestres y Graduados, descansando en la sobremesa... Todo el mundo ajeno a nuestro Via Crucis.
Sin haberlo planeado, hicimos un pacto de silencio. Para qué decir nada, si no nos iban a creer. Simplemente pensarían que hemos ido muy lentos por autovía.
Solo hablamos con Refresco del tema, y con el estupendo guía que nos dirigió por la gasolinera, la Nissan, y la “montañica”, que me cagué en sus empastes, nada más saber quién era.
Después le estreché la mano... Sin rencores...
Eso si, como venga para Valencia le voy a indicar por la carretera de Teruel, hacia arriba.

Había un perol de macarrones con una pinta tremenda... Una ensalada que te cagas... Y un pedazo de tarta a la que le pegamos un repaso de miedo. Nada que ver con el bocadillo tumefacto que nos comimos en el bar de “Abierto hasta el amanecer”, en Benferri.

En fin... El evento fue como todos los que organiza Aluá Capoeira... Grandioso.

Pasado el evento, llegaba el momento de volver.
Esta vez, el cansancio hacía mella en nosotros, pues a parte del viaje de ida, y la Roda del encuentro de Capoeira, después, mis tripulantes y yo nos inflamos a ostias (también de forma terapéutica) allí mismo. Fue un modo de descargar toda la ira y adrenalina acumulada, como cualquier otro.
Hay gente que hace calceta. Nosotros nos baldamos a palos.

En fin, que nos despedimos de la gente e iniciamos el camino de vuelta a casa, no sin cierto temor, por si nos ocurría lo mismo pero en dirección Valencia.

Todo lo contrario a lo que nos temíamos, el viaje fue super fluido. Sin altercados. Pero claro. El daño psicológico ya estaba hecho. Y cuando el sol ya se ponía en el horizonte, achuchillando nuestras corneas (porque casi todo el viaje volvimos con el sol de cara), mi pobre tripulación sufrió un brote de, no sé cómo llamarlo.
Santo Dios... Empezaron a cantar las canciones de Capoeira del evento, pero a saco. Estridentes a más no poder, castigando sus gargantas, y por consiguiente, sus tímpanos... Y, claro está, los míos.
Llevando así buena parte del viaje, y sintiendo como vibraban los retrovisores y las ventanillas, a causa de la reverberación de sus angelicales voces de barítono, al final, la locura invadió mis meninges, y caí contagiado por su misma locura. Y terminé por cantar yo también.
Como decía aquel humorista... “Pa habernos matao.” Quien nos viese desde fuera... Madre mía.

Y poco más que así, llegamos a Valencia. Ya de noche. Reventados.
En la Avenida de Ausiàs March vimos un coche con féminas, que iban de fiesta. Por un momento, temí que el episodio de aquella mañana, con el Polo, se reavivase. De hecho, esta vez, aquéllas nos seguían el juego, y para que queríamos más.
Menos mal que solo quedó en un susto para mí, y que el caudal del tráfico diluyó y separó nuestras direcciones. Si no ya veo a la caravana del amor lascivo al ataque, y a mi copiloto, de nuevo intentando hacer un calvo.

Dios... Lo que mas me aterra de esto no fue lo vivido, si no que el finde que viene toca lo mismo, pero en Alicante.
Voy a ir a poner una velita para que el viaje sea, por lo menos, un poco menos tortuoso. Que sucedan las peripecias que tengan que suceder, pero que al menos, lleguemos y volvamos de un tirón.

Eso sí... Tripulantes. Os espero en formación el próximo sábado, listos para partir de nuevo. En el día D, a la hora H.
No falléis... Innumerables aventuras aguardan a los Cinco Fantásticos.

lunes, 31 de enero de 2011

Crónica de un negro, un blanco y un somier de segunda mano.


A lo largo de nuestras vidas, son muchas las experiencias y situaciones que uno puede llegar a experimentar, ya sean terroríficas, aburridas, vergonzosas, violentas, cómicas... Cada una enfocada bajo su propia, personalidad, intensidad y forma.
De hecho, cuando una persona llega a la ancianidad, resulta difícil hacer un recuento de todas ellas. La mayoría son olvidadas u opacadas bajo el manto del tiempo y la desmemoria...

Esta nunca será una de ellas...

Valencia, 24/11/2010.  21:00h del miércoles.

Todo apuntaba a que sería un día más, otra tarde más, rutinaria donde las hubiese.
El día en sí no estaba teniendo nada de especial. Prometía acabar de forma tan trivial como comenzó.

¡¡Santa Virgen de la teta al hombro!! ¡¡Cuán errado estaba en mi pensamiento!!

Amigos míos, hermanos de Aluá. Os contaré la historia del por qué, hoy, mientras vosotros entrenáis valientemente como cada día; el que les habla está aquí, en su casa, postrado en el sofá mientras escribe estas memorias.

Me había trasladado hasta la localidad de El Puig. El motivo no era otro que entregar las papeletas de lotería que Aluá Capoeira está vendiendo este año, a aquellos alumnos que todavía no las habían recibido.
Una vez cumplido tal cometido, yo asistiría al entrenamiento de Capoeira como uno más. El solo hecho de no asistir a mi lugar habitual de entrenamiento no era óbice para perder un día de clase.

Después de dicha clase nos disponíamos a volver a casa.
Hacía frío, todos estábamos cansados y hambrientos, por lo que la idea de que una cena calentita te esperaba en casa, como cada noche, nos embargaba a todos.
Cinzento, mi venerado y queridísimo mestrando, se ofreció a llevarme, puesto que yo había llegado hasta El Puig en tren.

Aún le tengo que preguntar si, en el fondo, lo tenía todo planeado desde un principio. Pero la respuesta es, con toda seguridad, NO. La verdad es que lo que nos sucedió habría sido imposible de planificar con premeditación y alevosía.
Todo fue fruto del infortunio, pues creo que anoche la Diosa Fortuna se cebó con nosotros de manera despiadada.

Ya llegando a Valencia, aún en carretera, mi mestrando me pidió que le acompañase a casa para hacerle un favor, que consistía simplemente (más tarde descubriría muy amargamente que eso de “simplemente” era tan solo una ironía) en llevar un colchón y un somier, a casa de un amigo suyo.

Una vez aparcados bajo su casa, nos subimos para coger el susodicho colchón, con su respectivo somier.
Después de que Cinzento, finalmente se decidiese a elegir uno de los 4 ó 5 colchones que conforman su colección, lo bajamos junto con el somier, a la calle.
Yo, como alumno obediente y leal que soy, asumía cada decisión que mi mestrando tomaba. También iba enterándome de lo que él quería hacer en esa noche, respecto aquella cama.
El plan era sencillo. Se trataba de llevar aquel colchón con su somier, a casa de su amigo, y éste le daría a Cinzento otro colchón con su respectivo somier, a cambio. Lo que se podría entender como un intercambio de camas.
El amigo en cuestión está en proceso de divorcio, y al parecer vivía sólo en un piso de alquiler, el cual su casero le había pedido que abandonase. Ayer, de hecho, iba a ser su última noche allí, y ese era el motivo por el cual Cinzento iba a recoger la cama que aquél le regalaba, pues ésta era de mayor calidad que la que Cinzento le iba a entregar, y era una pena tirarla a la basura.
En cambio, la cama que llevábamos para su amigo era de peor calidad, pero daba igual, puesto que solo iba a ser usada aquella noche. Además, el colchón era más estrecho que el somier, por lo que el intercambio no podía ser más extraño.

Amigos. Espero que no estéis perdidos. Veréis pronto que todo esto tiene sentido. Tened paciencia. Sigo contando.

Bien. Cuando yo conseguí convencer a mi amigo y maestro Cinzento, de que el somier y el colchón no podían ir en el techo del coche, atados con un cordel, en plan familia-marroquí-que-cruza-la-península-para atravesar-el estrecho-en-un-ferry-con-todo-encima-del-techo-del-coche,-de-tal-manera-que-éste-acaba-rodando-sobre-sus-llantas...

Cuando logré hacerle entender que no podíamos ir de esa manera, con el colchón y el somier en el techo, por toda la Avenida de Cardenal Benlloch, teniendo en cuenta que precisamente había muchísima policía, a causa del partido de fútbol que se celebraba muy cerca de allí; a él se le ocurrió otra idea. Ésta era mucho más sensata, pero a la vez mucho más incómoda para nosotros, como pasajeros.

Abatió los asientos de atrás para agrandar el maletero, y con gran pericia y habilidad, Cinzento consiguió colocar el somier de 95 cm y el colchón de 85 cm, en el interior.
De ancho cabían. Justos, pero cabían. Pero puesto que ambos eran más largos de lo que esperábamos, tuvimos que avanzar los asientos delanteros para que cupiese bien, y así el portón del maletero no tropezase al cerrar.

Y así fue, cerró el maletero sin mayores dificultades.
Nos metimos en el coche para ir a casa del amigo de Cinzento, y entonces nos dimos cuenta de que, aunque había sido mejor idea llevar los bultos de esa manera, en vez de en el techo, ésta estaba resultando verdaderamente incómoda.
Cinzento había tenido que avanzar tanto los asientos delanteros, que prácticamente iba abrazado al volante, y yo, con mi asiento igual de desplazado, iba sentado de lado, hecho un cubo de Rubik, y apoyándome en la guantera.

Después de un trayecto de 5 minutos hasta la casa del amigo de Cinzento, asomando el colchón y el somier por encima de los reposacabezas, y resistiendo aquellas posturas tan poco ergonómicas, llegamos a destino.

Subimos a casa del amigo, el cual estaba terminando la mudanza, y le hacemos entrega de la cama y del somier.

El amigo en cuestión, del cual no diré el nombre para no despertar enemistades, a parte de aparentar padecer Síndrome de Diógenes (en grado leve), a juzgar por el estado en que estaba el piso, se despachó a gusto diciendo la mierda de país que es España (haciendo mofa de que no pertenecía al primer mundo) y de lo retrasados que somos los españoles (cabe decir que su nacionalidad es mejicana). Todo eso, simplemente porque tenía que ensamblar manualmente con tornillos, las patas del somier.
En fin, de donde no hay... Cuando la Madre Naturaleza repartió las neuronas, ese tío debía estar esnifando alcayatas.

Bien amigos. Hasta ahí, salvo por alguna pequeña dificultad, esta historia hubiera sido un poco aburrida.
Pues bien, hasta aquí es donde todo dejó de ser normal. Bienvenidos al surrealismo. Lo que a continuación vais a leer es puro Kafka.

Habíamos subido la cama (colchón + somier) que Cinzento tenía en su casa. El amigo marciano (perdón, mejicano) de Cinzento ya se lo había metido en el dormitorio.
Solo quedaba recoger la cama del mejicano y repetir la operación, de vuelta a casa de Cinza. Todo iba sobre ruedas.
Estábamos cansados después del entrenamiento y del traslado de bultos, pero a pesar de ello, todo estaba yendo sobre lo planeado.
Bien. Cuando el mejicano sacó la cama al salón para que nos la lleváramos, yo no sé qué se sería lo que en aquel momento pensó mi gran amigo de fatigas, Cinzento. Lo desconozco. Pero lo que es a mí, se me cayeron los palos del sombrajo, nada más ver la cama.

Cuando la tuve delante de mí, en el salón, plantada y apoyada contra la pared, vimos que era de matrimonio. Era una cama de matrimonio.

La caras de Cinzento y mía eran un poema. En ese preciso momento nos dimos cuenta de la fatalidad.

Aquella cama no iba a caber en el coche tal y como habíamos traído la otra.

Cinzento volvió a proponer llevarla en el techo, medio en volandas. Menos mal que él mismo se dio cuenta de que aquello suponía toda una temeridad, por no hablar del multazo que te puede caer.
Pero al desechar esa opción, solo quedaba una alternativa: había que llevarse aquel colchón y su somier, a pata.
No había ningún otro momento para hacerlo, pues el mejicano debía abandonar la vivienda en cuestión de horas, y había que sacar la cama de allí.

A mí ya me estaba dando la risa histérica, la cual no me abandonó hasta que horas después cerraba los ojos para dormir, reventado en mi camita. Pero aún quedaban horas para aquello.

Descojonándome yo, y también Cinzento, bajamos aquel muerto por las escaleras (tampoco cabía en el ascensor). Menos mal que el mejicano vivía en un primero. 

Ya con el pedazo de cama aquel, apoyado en la calle, no nos hacíamos a la idea de empezar a moverlo hasta casa.
Cabe reseñar que el trayecto de ida había sido de tan solo 5 minutos en coche.
5 minutos en coche son muchos minutos andando, y con aquel lastre, ni os imagináis.

Entonces, al mejicano, dentro de su molesta arrogancia, se le ocurrió una idea realmente buena. Hay que reconocerlo.
Bajó un carrito de la compra, al cual le había quitado el cesto, quedando solo los hierros y las ruedas. Parecido a los que se usan para transportar las bombonas de butano.
Vale.
El mejicano, con bastante maña, logró fijar el somier y el colchón, al carrito, mediante gomas y alambres.
Cuando terminó, aquello parecía relativamente cómodo de llevar, a pesar de su aparatosidad.

La idea era tumbar la cama para que cogiéramos el somier como si fuese un manillar gigante. Entonces, Cinzento en el extremo izquierdo, y yo en el derecho, empujaríamos aquel trasto hasta casa.
Al tumbar la cama, las ruedas del carrito hacían la misma función que las ruedas de una carretilla. Así que, allí mismo, iniciamos la odisea de empujar la puta cama de matrimonio cuyo blanco nuclear se vería a cientos de metros bajo la luz de las farolas, permitiendo que poca gente se quedase sin vernos.
Después de dejar aparcado el coche, la verdadera aventura comenzaba.

Por si no fuese poca la indiscreción que suponía ir empujando aquella cosa parecida a la pala de una excavadora buldózer, blanca como su puta madre y grande como no os hacéis idea, el “clocloclocloclocloclocloc...” que las ruedecitas hacían contra los adoquines se encargaba de avisar de nuestra llegada a todos aquellos que pasaban por ahí a aquellas horas.
Para colmo, el silencio de la noche, sumado al eco que rebotaba contra las fachadas de los edificios, agravaban el escándalo que producían las puñeteras ruedecitas.

Yo no podía parar de reír. A veces hasta perdía las fuerzas. Es que era tan fuerte aquella situación... Toda aquella gente mirándonos. Y Cinzento y yo, agarrados al somier como si estuviésemos montados en una maldita cuadriga romana, intentando disimular lo que era indisimulable, y riéndonos de nuestro propio bochorno.

Cinzento tuvo una gran idea.

Vamos a salir de la avenida, y a callejear. Así nos verá menos gente.” Dijo.

Lo hicimos. Pero una vez callejeando no sabría decir qué cosa fue peor.
Resulta que al ir por calles estrechas, el armatoste en cuestión no cabía por las aceras.
Nos vimos obligados a circula por la calzada. Y el termino “circular” era literal, pues teníamos que correr para no obstaculizar a los coches que venían detrás (con aquella especie de carretilla quitanieves no podías decir “ay, me aparto, y que pase”), así que tocaba acelerar el paso.
Hasta tuvimos que esperar en un semáforo en rojo, pues estaba verde para los peatones.

Dios. No sé si algún día olvidaré aquellas caras que nos miraban al pasar, como diciendo: “coño, ¿eso es una cama?” Y es que para más cachondeo, el colchón estaba cubierto con su sábana bajera, por lo que la cama parecía estar lista para ser usada.

Después de un interminable vía crucis, esquivando bolardos, alcorques, bancos, farolas, y demás elementos de mobiliario urbano (cabe decir que la dirección del vehículo dejaba mucho que desear), y convertirnos en un verdadero atentado contra la Seguridad Vial, ya casi llegábamos a casa de Cinza. Estábamos más hambrientos que un perro encadenado, y dadas las maniobras que teníamos que hacer por la calzada, a veces se me subían los huevos y se me ponían de corbata. Hubo ratos que estaba más acojonado que un pavo en Nochebuena.

De vez en cuando parábamos a descansar. Pero el descanso lo pagábamos con más vergüenza todavía, puesto que al hacerlo, la cama y su somier quedaban apoyados por sus cuatro patas, en el medio de a calle.
Intentad imaginaros si desde vuestro balcón  veis, en plena noche, una cama en un paso de cebra, con un negro con rastas y un blanco con barba de 5 días, sentados en ella, descansando. Yo, como mínimo lo grabaría con el móvil.
Sin comentarios...

Cuando ya habíamos descansado y estábamos llegando a casa, lo peor que podía suceder, sucedió.
El partido que se celebraba anoche ya había terminado, y la gente estaba volviendo a sus casas.

Oleadas de personas, españoles y extranjeros, con sus bufandas y sus gorros, banderas, etc... Pasaban a nuestro alrededor.

En ese momento no se necesitan idiomas para entender lo que decían sus miradas.

¡Qué manera de flipar! Eso si que os hubiese gustado verlo. Aquellas caras, lo que dirían de nosotros, lo que se reirían.

“¿Se pensarán que somos maricones?” Decía Cinza.
Pues seguramente. Eso, y otras muchas cosas”. Decía yo. Aunque la verdad es que aparentar ser un sarasa o no serlo era lo que menos me preocupaba en aquel momento. Si parecíamos “julays” seríamos: “julays”, chatarreros y vagabundos, entre otras apariencias.
Encima, nuestro uniforme de Capoeira iba a juego con el fulgurante blancor del colchón. Vamos, que más de uno se apartaría de nosotros temiendo que allí en la calle, y en plena noche, intentásemos venderle un colchón viscoelástico.
También estoy seguro de que más de uno miraría a su alrededor, buscando dónde estaba la cámara oculta, porque éramos todo un espectáculo.

Y para colmo, aprovechando uno de nuestros “discretos” descansos a Cinzento no se le ocurre otra cosa que ofrecerles la cama a una pareja de novios que se estaban repasando las encías en el banco de un parque.
Menos mal que se lo tomaron a cachondeo, porque por el descojone que llevábamos Cinzento y yo, se podrían haber mosqueado.

Bueno. Al fin llegamos al portal de Cinzento.

Al entrar la cama y verla allí dentro en toda su magnitud, supimos que no entraría en el ascensor. Es decir, después de todo aquello que habíamos tenido que sufrir, encima había que subirla a pulso.

No obstante, como el colchón era flexible, intentamos primero comprobar si entraba realmente, o no, en el ascensor.

Y tal y como nos temíamos, no cabía. Y eso que lo intentamos a conciencia. Hasta utilizábamos algunas patadas de Capoeira: “benção”, “cabeçada”, “vingativa”... Nada. La hija de puta no cabía.
Así que, con calma y paciencia... y riñones... fuimos subiendo el colchón, de rellano en rellano, hasta el quinto piso, deseando que en un tropiezo, no se nos despeñase por el hueco de la escalera.
Para qué queremos más.
Una vez subido el colchón, repetimos la operación con el somier.

Al llegar a casa, Refresco estaba haciendo la cena. La pobre flipaba en technicolor.  Dendé, que también estaba allí, flipaba de la misma forma.
Parecía que hubiésemos regresado de la Guerra de Secesión.
Sudados como puercos y baldados a más no poder. A penas podíamos articular palabra.

Cinzento decía que hacía tiempo que no se cansaba tanto, y de verdad que me lo creo.

La sensación que tenía en la espalda era la misma que si me hubiese pasado por encima una cosechadora agrícola.
Entré en el baño y no me podía ni desabrochar el pantalón para mear. Creo que me la pude sujetar de puto milagro porque temblaba todo yo, por entero.

Cenamos muy a gusto. Nos reímos de la experiencia y hasta contamos chistes.
A mí me resultó una faena ardua el hecho de llevarme el tenedor a la boca. Os juro que al hacer todo aquel esfuerzo me temblaba todo. Sobre todo los brazos. Y así pasaba, que de dos pinchazos de ensalada que hacía, me llegaba a la boca virutas de atún y alguna tira de zanahoria.
Menos mal que poco a poco, se me iba pasando.

La cena estuvo guay. Fue rápida, pero muy en familia, y distendida.

Pero Cinza y yo aún estábamos preocupados. Nuestra odisea no había terminado aún, ya que había que recoger su coche, que por el fútbol había quedado aparcado en un vado. Así que había que retirarlo esa misma noche, Sí o Sí.

Nos despedimos y volvimos a la faena.

Recorriendo las mismas calles que antes, pero sin el muerto a cuestas, no podíamos creer lo que habíamos vivido. Todo lo que estábamos ahora caminando lo habíamos hecho un rato antes, pero empujando una maldita cama de matrimonio.

No te quejes” decía Cinza “esto es una experiencia que nos gustará recordar.” ¡Será cabronazo! Jajjajajjajajjjajajaa... Aquella frase la repetía una y otra vez, yo creo que no solo para convencerme a mí, si no también a sí mismo.

Pero tiene razón. No creo que la pueda olvidar nunca. Y menos aún, sin reírme.

En fin, cuando llegamos al coche, subimos a casa del mejicano para despedirnos.
Éste, aún le endosó al pobre Cinza más trastos. Menos mal que éstos ya eran más llevaderos.
Los bajamos a la calle para meterlos en el coche. El amigo de Cinza bajó también para ayudarnos.

Entre otras cosas, había: un televisor (sin TDT. Creo que adornará muy bien el mueble en donde quede abandonado), sartenes, una paella, 7 cubiteras (para qué coño quiere alguien 7 cubiteras), tuppers, cacharros de diversa índole, casi todos de cocina.
Algunos los tiramos al contenedor, después de irnos, ya que estaban realmente alquitranados en grasa.
Aquello no se hubiese quitado ni sumergiéndolos en vitriolo durante un mes.

Bueno. Pues en aquel momento, Cinza me llevó a casa. Por fin.

Haciendo el cambio de sentido en Cardenal Benlloch para tomar el bulevar, pudimos ver al mejicano, que había bajado a despedirse, como estaba, pala y piqueta en mano, plantando una de las plantas que tenía en el balcón, en el jardín de la mediana de la avenida.
No haré comentarios al respecto de tal marcianada... ¿Eres capaz de llenar el maletero de Cinzento con tanta chatarra como para colapsar el desguace municipal, y no eres capaz de regalar una planta?
En fin... Luego somos estúpidos los españoles, según él.

Ya en mi camita, como horas antes había deseado estar, aún me reía de todo lo vivido esta noche pasada.

Espatarrao en mi camita, con mis pobre pies hablándome lenguas muertas: sánscrito, sumerio, fenicio, etrusco, entre otras..., y sabiendo que al día siguiente no podría ni pestañear sin quererme eutanasiar después, miraba al techo repitiendo lo que decía José Mota cuando representaba a la abuela Blasa: “Ay Señor, llévame pronto...”
Pero Dios no se apiadó de mí. Me dejó vivir para escribir esta crónica, y con ella, haceros partícipes de lo que nos ocurrió a un negro y un blanco, con un maldito somier de segunda mano.

Espero que comprendáis el por qué de no haber podido ir hoy a entrenar.

Ya nos vemos mañana. Nos tomamos algo, y nos reímos de todo esto. Desde luego, Cinzento y yo lo hicimos.

Un amigo mío tiene una tienda de inciensos, minerales, piedras y gemas. Me dijo una vez que para los dolores musculares del cuerpo es muy buena una piedra que se llama lapislázuli.
Mañana me compraré una hormigonera y la llenaré de piedras de esas.

Por cierto, mestrando. Mañana, después del entrenamiento, por una vez te llamaré Wellington, y saldaremos cuentas.

Alguien tiene que indemnizar a mis pobres riñones.