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lunes, 31 de enero de 2011

Crónica de un negro, un blanco y un somier de segunda mano.


A lo largo de nuestras vidas, son muchas las experiencias y situaciones que uno puede llegar a experimentar, ya sean terroríficas, aburridas, vergonzosas, violentas, cómicas... Cada una enfocada bajo su propia, personalidad, intensidad y forma.
De hecho, cuando una persona llega a la ancianidad, resulta difícil hacer un recuento de todas ellas. La mayoría son olvidadas u opacadas bajo el manto del tiempo y la desmemoria...

Esta nunca será una de ellas...

Valencia, 24/11/2010.  21:00h del miércoles.

Todo apuntaba a que sería un día más, otra tarde más, rutinaria donde las hubiese.
El día en sí no estaba teniendo nada de especial. Prometía acabar de forma tan trivial como comenzó.

¡¡Santa Virgen de la teta al hombro!! ¡¡Cuán errado estaba en mi pensamiento!!

Amigos míos, hermanos de Aluá. Os contaré la historia del por qué, hoy, mientras vosotros entrenáis valientemente como cada día; el que les habla está aquí, en su casa, postrado en el sofá mientras escribe estas memorias.

Me había trasladado hasta la localidad de El Puig. El motivo no era otro que entregar las papeletas de lotería que Aluá Capoeira está vendiendo este año, a aquellos alumnos que todavía no las habían recibido.
Una vez cumplido tal cometido, yo asistiría al entrenamiento de Capoeira como uno más. El solo hecho de no asistir a mi lugar habitual de entrenamiento no era óbice para perder un día de clase.

Después de dicha clase nos disponíamos a volver a casa.
Hacía frío, todos estábamos cansados y hambrientos, por lo que la idea de que una cena calentita te esperaba en casa, como cada noche, nos embargaba a todos.
Cinzento, mi venerado y queridísimo mestrando, se ofreció a llevarme, puesto que yo había llegado hasta El Puig en tren.

Aún le tengo que preguntar si, en el fondo, lo tenía todo planeado desde un principio. Pero la respuesta es, con toda seguridad, NO. La verdad es que lo que nos sucedió habría sido imposible de planificar con premeditación y alevosía.
Todo fue fruto del infortunio, pues creo que anoche la Diosa Fortuna se cebó con nosotros de manera despiadada.

Ya llegando a Valencia, aún en carretera, mi mestrando me pidió que le acompañase a casa para hacerle un favor, que consistía simplemente (más tarde descubriría muy amargamente que eso de “simplemente” era tan solo una ironía) en llevar un colchón y un somier, a casa de un amigo suyo.

Una vez aparcados bajo su casa, nos subimos para coger el susodicho colchón, con su respectivo somier.
Después de que Cinzento, finalmente se decidiese a elegir uno de los 4 ó 5 colchones que conforman su colección, lo bajamos junto con el somier, a la calle.
Yo, como alumno obediente y leal que soy, asumía cada decisión que mi mestrando tomaba. También iba enterándome de lo que él quería hacer en esa noche, respecto aquella cama.
El plan era sencillo. Se trataba de llevar aquel colchón con su somier, a casa de su amigo, y éste le daría a Cinzento otro colchón con su respectivo somier, a cambio. Lo que se podría entender como un intercambio de camas.
El amigo en cuestión está en proceso de divorcio, y al parecer vivía sólo en un piso de alquiler, el cual su casero le había pedido que abandonase. Ayer, de hecho, iba a ser su última noche allí, y ese era el motivo por el cual Cinzento iba a recoger la cama que aquél le regalaba, pues ésta era de mayor calidad que la que Cinzento le iba a entregar, y era una pena tirarla a la basura.
En cambio, la cama que llevábamos para su amigo era de peor calidad, pero daba igual, puesto que solo iba a ser usada aquella noche. Además, el colchón era más estrecho que el somier, por lo que el intercambio no podía ser más extraño.

Amigos. Espero que no estéis perdidos. Veréis pronto que todo esto tiene sentido. Tened paciencia. Sigo contando.

Bien. Cuando yo conseguí convencer a mi amigo y maestro Cinzento, de que el somier y el colchón no podían ir en el techo del coche, atados con un cordel, en plan familia-marroquí-que-cruza-la-península-para atravesar-el estrecho-en-un-ferry-con-todo-encima-del-techo-del-coche,-de-tal-manera-que-éste-acaba-rodando-sobre-sus-llantas...

Cuando logré hacerle entender que no podíamos ir de esa manera, con el colchón y el somier en el techo, por toda la Avenida de Cardenal Benlloch, teniendo en cuenta que precisamente había muchísima policía, a causa del partido de fútbol que se celebraba muy cerca de allí; a él se le ocurrió otra idea. Ésta era mucho más sensata, pero a la vez mucho más incómoda para nosotros, como pasajeros.

Abatió los asientos de atrás para agrandar el maletero, y con gran pericia y habilidad, Cinzento consiguió colocar el somier de 95 cm y el colchón de 85 cm, en el interior.
De ancho cabían. Justos, pero cabían. Pero puesto que ambos eran más largos de lo que esperábamos, tuvimos que avanzar los asientos delanteros para que cupiese bien, y así el portón del maletero no tropezase al cerrar.

Y así fue, cerró el maletero sin mayores dificultades.
Nos metimos en el coche para ir a casa del amigo de Cinzento, y entonces nos dimos cuenta de que, aunque había sido mejor idea llevar los bultos de esa manera, en vez de en el techo, ésta estaba resultando verdaderamente incómoda.
Cinzento había tenido que avanzar tanto los asientos delanteros, que prácticamente iba abrazado al volante, y yo, con mi asiento igual de desplazado, iba sentado de lado, hecho un cubo de Rubik, y apoyándome en la guantera.

Después de un trayecto de 5 minutos hasta la casa del amigo de Cinzento, asomando el colchón y el somier por encima de los reposacabezas, y resistiendo aquellas posturas tan poco ergonómicas, llegamos a destino.

Subimos a casa del amigo, el cual estaba terminando la mudanza, y le hacemos entrega de la cama y del somier.

El amigo en cuestión, del cual no diré el nombre para no despertar enemistades, a parte de aparentar padecer Síndrome de Diógenes (en grado leve), a juzgar por el estado en que estaba el piso, se despachó a gusto diciendo la mierda de país que es España (haciendo mofa de que no pertenecía al primer mundo) y de lo retrasados que somos los españoles (cabe decir que su nacionalidad es mejicana). Todo eso, simplemente porque tenía que ensamblar manualmente con tornillos, las patas del somier.
En fin, de donde no hay... Cuando la Madre Naturaleza repartió las neuronas, ese tío debía estar esnifando alcayatas.

Bien amigos. Hasta ahí, salvo por alguna pequeña dificultad, esta historia hubiera sido un poco aburrida.
Pues bien, hasta aquí es donde todo dejó de ser normal. Bienvenidos al surrealismo. Lo que a continuación vais a leer es puro Kafka.

Habíamos subido la cama (colchón + somier) que Cinzento tenía en su casa. El amigo marciano (perdón, mejicano) de Cinzento ya se lo había metido en el dormitorio.
Solo quedaba recoger la cama del mejicano y repetir la operación, de vuelta a casa de Cinza. Todo iba sobre ruedas.
Estábamos cansados después del entrenamiento y del traslado de bultos, pero a pesar de ello, todo estaba yendo sobre lo planeado.
Bien. Cuando el mejicano sacó la cama al salón para que nos la lleváramos, yo no sé qué se sería lo que en aquel momento pensó mi gran amigo de fatigas, Cinzento. Lo desconozco. Pero lo que es a mí, se me cayeron los palos del sombrajo, nada más ver la cama.

Cuando la tuve delante de mí, en el salón, plantada y apoyada contra la pared, vimos que era de matrimonio. Era una cama de matrimonio.

La caras de Cinzento y mía eran un poema. En ese preciso momento nos dimos cuenta de la fatalidad.

Aquella cama no iba a caber en el coche tal y como habíamos traído la otra.

Cinzento volvió a proponer llevarla en el techo, medio en volandas. Menos mal que él mismo se dio cuenta de que aquello suponía toda una temeridad, por no hablar del multazo que te puede caer.
Pero al desechar esa opción, solo quedaba una alternativa: había que llevarse aquel colchón y su somier, a pata.
No había ningún otro momento para hacerlo, pues el mejicano debía abandonar la vivienda en cuestión de horas, y había que sacar la cama de allí.

A mí ya me estaba dando la risa histérica, la cual no me abandonó hasta que horas después cerraba los ojos para dormir, reventado en mi camita. Pero aún quedaban horas para aquello.

Descojonándome yo, y también Cinzento, bajamos aquel muerto por las escaleras (tampoco cabía en el ascensor). Menos mal que el mejicano vivía en un primero. 

Ya con el pedazo de cama aquel, apoyado en la calle, no nos hacíamos a la idea de empezar a moverlo hasta casa.
Cabe reseñar que el trayecto de ida había sido de tan solo 5 minutos en coche.
5 minutos en coche son muchos minutos andando, y con aquel lastre, ni os imagináis.

Entonces, al mejicano, dentro de su molesta arrogancia, se le ocurrió una idea realmente buena. Hay que reconocerlo.
Bajó un carrito de la compra, al cual le había quitado el cesto, quedando solo los hierros y las ruedas. Parecido a los que se usan para transportar las bombonas de butano.
Vale.
El mejicano, con bastante maña, logró fijar el somier y el colchón, al carrito, mediante gomas y alambres.
Cuando terminó, aquello parecía relativamente cómodo de llevar, a pesar de su aparatosidad.

La idea era tumbar la cama para que cogiéramos el somier como si fuese un manillar gigante. Entonces, Cinzento en el extremo izquierdo, y yo en el derecho, empujaríamos aquel trasto hasta casa.
Al tumbar la cama, las ruedas del carrito hacían la misma función que las ruedas de una carretilla. Así que, allí mismo, iniciamos la odisea de empujar la puta cama de matrimonio cuyo blanco nuclear se vería a cientos de metros bajo la luz de las farolas, permitiendo que poca gente se quedase sin vernos.
Después de dejar aparcado el coche, la verdadera aventura comenzaba.

Por si no fuese poca la indiscreción que suponía ir empujando aquella cosa parecida a la pala de una excavadora buldózer, blanca como su puta madre y grande como no os hacéis idea, el “clocloclocloclocloclocloc...” que las ruedecitas hacían contra los adoquines se encargaba de avisar de nuestra llegada a todos aquellos que pasaban por ahí a aquellas horas.
Para colmo, el silencio de la noche, sumado al eco que rebotaba contra las fachadas de los edificios, agravaban el escándalo que producían las puñeteras ruedecitas.

Yo no podía parar de reír. A veces hasta perdía las fuerzas. Es que era tan fuerte aquella situación... Toda aquella gente mirándonos. Y Cinzento y yo, agarrados al somier como si estuviésemos montados en una maldita cuadriga romana, intentando disimular lo que era indisimulable, y riéndonos de nuestro propio bochorno.

Cinzento tuvo una gran idea.

Vamos a salir de la avenida, y a callejear. Así nos verá menos gente.” Dijo.

Lo hicimos. Pero una vez callejeando no sabría decir qué cosa fue peor.
Resulta que al ir por calles estrechas, el armatoste en cuestión no cabía por las aceras.
Nos vimos obligados a circula por la calzada. Y el termino “circular” era literal, pues teníamos que correr para no obstaculizar a los coches que venían detrás (con aquella especie de carretilla quitanieves no podías decir “ay, me aparto, y que pase”), así que tocaba acelerar el paso.
Hasta tuvimos que esperar en un semáforo en rojo, pues estaba verde para los peatones.

Dios. No sé si algún día olvidaré aquellas caras que nos miraban al pasar, como diciendo: “coño, ¿eso es una cama?” Y es que para más cachondeo, el colchón estaba cubierto con su sábana bajera, por lo que la cama parecía estar lista para ser usada.

Después de un interminable vía crucis, esquivando bolardos, alcorques, bancos, farolas, y demás elementos de mobiliario urbano (cabe decir que la dirección del vehículo dejaba mucho que desear), y convertirnos en un verdadero atentado contra la Seguridad Vial, ya casi llegábamos a casa de Cinza. Estábamos más hambrientos que un perro encadenado, y dadas las maniobras que teníamos que hacer por la calzada, a veces se me subían los huevos y se me ponían de corbata. Hubo ratos que estaba más acojonado que un pavo en Nochebuena.

De vez en cuando parábamos a descansar. Pero el descanso lo pagábamos con más vergüenza todavía, puesto que al hacerlo, la cama y su somier quedaban apoyados por sus cuatro patas, en el medio de a calle.
Intentad imaginaros si desde vuestro balcón  veis, en plena noche, una cama en un paso de cebra, con un negro con rastas y un blanco con barba de 5 días, sentados en ella, descansando. Yo, como mínimo lo grabaría con el móvil.
Sin comentarios...

Cuando ya habíamos descansado y estábamos llegando a casa, lo peor que podía suceder, sucedió.
El partido que se celebraba anoche ya había terminado, y la gente estaba volviendo a sus casas.

Oleadas de personas, españoles y extranjeros, con sus bufandas y sus gorros, banderas, etc... Pasaban a nuestro alrededor.

En ese momento no se necesitan idiomas para entender lo que decían sus miradas.

¡Qué manera de flipar! Eso si que os hubiese gustado verlo. Aquellas caras, lo que dirían de nosotros, lo que se reirían.

“¿Se pensarán que somos maricones?” Decía Cinza.
Pues seguramente. Eso, y otras muchas cosas”. Decía yo. Aunque la verdad es que aparentar ser un sarasa o no serlo era lo que menos me preocupaba en aquel momento. Si parecíamos “julays” seríamos: “julays”, chatarreros y vagabundos, entre otras apariencias.
Encima, nuestro uniforme de Capoeira iba a juego con el fulgurante blancor del colchón. Vamos, que más de uno se apartaría de nosotros temiendo que allí en la calle, y en plena noche, intentásemos venderle un colchón viscoelástico.
También estoy seguro de que más de uno miraría a su alrededor, buscando dónde estaba la cámara oculta, porque éramos todo un espectáculo.

Y para colmo, aprovechando uno de nuestros “discretos” descansos a Cinzento no se le ocurre otra cosa que ofrecerles la cama a una pareja de novios que se estaban repasando las encías en el banco de un parque.
Menos mal que se lo tomaron a cachondeo, porque por el descojone que llevábamos Cinzento y yo, se podrían haber mosqueado.

Bueno. Al fin llegamos al portal de Cinzento.

Al entrar la cama y verla allí dentro en toda su magnitud, supimos que no entraría en el ascensor. Es decir, después de todo aquello que habíamos tenido que sufrir, encima había que subirla a pulso.

No obstante, como el colchón era flexible, intentamos primero comprobar si entraba realmente, o no, en el ascensor.

Y tal y como nos temíamos, no cabía. Y eso que lo intentamos a conciencia. Hasta utilizábamos algunas patadas de Capoeira: “benção”, “cabeçada”, “vingativa”... Nada. La hija de puta no cabía.
Así que, con calma y paciencia... y riñones... fuimos subiendo el colchón, de rellano en rellano, hasta el quinto piso, deseando que en un tropiezo, no se nos despeñase por el hueco de la escalera.
Para qué queremos más.
Una vez subido el colchón, repetimos la operación con el somier.

Al llegar a casa, Refresco estaba haciendo la cena. La pobre flipaba en technicolor.  Dendé, que también estaba allí, flipaba de la misma forma.
Parecía que hubiésemos regresado de la Guerra de Secesión.
Sudados como puercos y baldados a más no poder. A penas podíamos articular palabra.

Cinzento decía que hacía tiempo que no se cansaba tanto, y de verdad que me lo creo.

La sensación que tenía en la espalda era la misma que si me hubiese pasado por encima una cosechadora agrícola.
Entré en el baño y no me podía ni desabrochar el pantalón para mear. Creo que me la pude sujetar de puto milagro porque temblaba todo yo, por entero.

Cenamos muy a gusto. Nos reímos de la experiencia y hasta contamos chistes.
A mí me resultó una faena ardua el hecho de llevarme el tenedor a la boca. Os juro que al hacer todo aquel esfuerzo me temblaba todo. Sobre todo los brazos. Y así pasaba, que de dos pinchazos de ensalada que hacía, me llegaba a la boca virutas de atún y alguna tira de zanahoria.
Menos mal que poco a poco, se me iba pasando.

La cena estuvo guay. Fue rápida, pero muy en familia, y distendida.

Pero Cinza y yo aún estábamos preocupados. Nuestra odisea no había terminado aún, ya que había que recoger su coche, que por el fútbol había quedado aparcado en un vado. Así que había que retirarlo esa misma noche, Sí o Sí.

Nos despedimos y volvimos a la faena.

Recorriendo las mismas calles que antes, pero sin el muerto a cuestas, no podíamos creer lo que habíamos vivido. Todo lo que estábamos ahora caminando lo habíamos hecho un rato antes, pero empujando una maldita cama de matrimonio.

No te quejes” decía Cinza “esto es una experiencia que nos gustará recordar.” ¡Será cabronazo! Jajjajajjajajjjajajaa... Aquella frase la repetía una y otra vez, yo creo que no solo para convencerme a mí, si no también a sí mismo.

Pero tiene razón. No creo que la pueda olvidar nunca. Y menos aún, sin reírme.

En fin, cuando llegamos al coche, subimos a casa del mejicano para despedirnos.
Éste, aún le endosó al pobre Cinza más trastos. Menos mal que éstos ya eran más llevaderos.
Los bajamos a la calle para meterlos en el coche. El amigo de Cinza bajó también para ayudarnos.

Entre otras cosas, había: un televisor (sin TDT. Creo que adornará muy bien el mueble en donde quede abandonado), sartenes, una paella, 7 cubiteras (para qué coño quiere alguien 7 cubiteras), tuppers, cacharros de diversa índole, casi todos de cocina.
Algunos los tiramos al contenedor, después de irnos, ya que estaban realmente alquitranados en grasa.
Aquello no se hubiese quitado ni sumergiéndolos en vitriolo durante un mes.

Bueno. Pues en aquel momento, Cinza me llevó a casa. Por fin.

Haciendo el cambio de sentido en Cardenal Benlloch para tomar el bulevar, pudimos ver al mejicano, que había bajado a despedirse, como estaba, pala y piqueta en mano, plantando una de las plantas que tenía en el balcón, en el jardín de la mediana de la avenida.
No haré comentarios al respecto de tal marcianada... ¿Eres capaz de llenar el maletero de Cinzento con tanta chatarra como para colapsar el desguace municipal, y no eres capaz de regalar una planta?
En fin... Luego somos estúpidos los españoles, según él.

Ya en mi camita, como horas antes había deseado estar, aún me reía de todo lo vivido esta noche pasada.

Espatarrao en mi camita, con mis pobre pies hablándome lenguas muertas: sánscrito, sumerio, fenicio, etrusco, entre otras..., y sabiendo que al día siguiente no podría ni pestañear sin quererme eutanasiar después, miraba al techo repitiendo lo que decía José Mota cuando representaba a la abuela Blasa: “Ay Señor, llévame pronto...”
Pero Dios no se apiadó de mí. Me dejó vivir para escribir esta crónica, y con ella, haceros partícipes de lo que nos ocurrió a un negro y un blanco, con un maldito somier de segunda mano.

Espero que comprendáis el por qué de no haber podido ir hoy a entrenar.

Ya nos vemos mañana. Nos tomamos algo, y nos reímos de todo esto. Desde luego, Cinzento y yo lo hicimos.

Un amigo mío tiene una tienda de inciensos, minerales, piedras y gemas. Me dijo una vez que para los dolores musculares del cuerpo es muy buena una piedra que se llama lapislázuli.
Mañana me compraré una hormigonera y la llenaré de piedras de esas.

Por cierto, mestrando. Mañana, después del entrenamiento, por una vez te llamaré Wellington, y saldaremos cuentas.

Alguien tiene que indemnizar a mis pobres riñones.








1 comentario:

  1. jajajaja...vale, no paro de pensar en lo que pasasteis y me parto, jajajja...cito: ''Intentad imaginaros si desde vuestro balcón veis, en plena noche, una cama en un paso de cebra, con un negro con rastas y un blanco con barba de 5 días, sentados en ella'' jajjajajajaja, esque todo era para veros, y yo que me lo perdí!

    Me he reido mucho, pero que sepas que como vuelvas a escribir algo taaaaaaaaan largo, ni lo empiezo a leer! me esperare a la pelicula! :)

    bona nit, y espero ver mas cronicas!
    un abrazo Rafa!

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